lunes, 21 de diciembre de 2015

Votar o no votar no es (exactamente) la cuestión

No son tiempos fáciles para la abstención. En contraste con las generales de 2011 en las que, al calor del 15M y sus múltiples propuestas políticas desde abajo, el descrédito de la política institucional era notable, en diciembre de 2015 la grieta abierta por aquella enmienda ha sido notablemente canalizada  por la nueva política en los que ya son los últimos comicios del bipartidismo.

Más allá de las propuestas en sí, programas, tertulias, debates a los que sólo les ha faltado un control antidoping, comentarios minuto a minuto de las campañas de los candidatos -las candidatas, con escasas excepciones, siguen sin ser visibles-, hasta un puñetazo al presidente del último austericidio… todo el engranaje convierte la política institucional estatal en una especie de droga democrática a la que es raro resistirse.

Dado su interés, pero siguiendo también la pauta de los últimos treinta años, las elecciones generales que se celebran hoy registrarán una alta participación y, aunque la abstención no baje del 20% –se auguran niveles que van del 22 al 24%– es muy probable una bajada de entre 7 y 9 puntos respecto al 31% de 2011. En los momentos en los que se percibe la urgencia de un cambio, la opción por la participación electoral sube: pasó con a UCD en 1977, con Felipe González en 1982, con Aznar en 1996 o con Zapatero en 2004.
La opción por la abstención

La variedad y riqueza en las propuestas y los perfiles políticos abstencionistas suelen enterrarse en una distorsionada imagen pública, una semblanza interesadamente parcial que pretende que quien no vota lo hace por su desinterés por la convivencia pública.

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